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NUEVA NOVELA HISPANOAMERICANA

Por Edelmira Pei-Wen Mao

La novela en América Latina no alcanzó su autonomía ni la plena realización del género hasta el siglo XX.  Dejó ya de ser una copia servil de los modelos europeos y abrió con este género literario, aunque tradicionalmente inferior, una nueva salida para la literatura hispánica ya decaída.

Todo empezó con el Modernismo, el primer movimiento literario iniciado en Iberoamérica.  No cabe duda de que influyó más en la poesía; sin embargo, también inspiró mucho la prosa, sobre todo en la novela y el cuento.  Se juntaron el preciosismo formal con los recursos sociales.  Así que a principios del presente siglo había tres tipos de novelas: la novela artística, la novela realista-naturalista y la novela criollista.  El primero es la novela conscientemente artística que enfatiza mucho las técnicas.  El segungo es la novela que trata de presentar problemas sociales.  El tercero es la que describe la belleza pintoresca de vida y paisaje rural.  Estos dos últimos son novelas de observación que, desde el punto de vista histórico, se consideran como antecedentes de la llamada “novela regionalista”, la segunda etapa de la novela hispanoamericana.

En las décadas del 20 al 40, el enfoque novelístico se concentra en la autoctonía.  Se denomina novela regionalista o indigenista.  Los novelistas ya no se satisfacen con reproducir la realidad como sus antecesores, sino que procuran interpretarla. Tienen una conciencia más clara del americanismo y saben usar la narración como la expresión más lograda para la búsqueda de la identidad.  Están política y socialmente comprometidos; sus obras además contribuyen al conocimiento de la realidad americana y llegan a tener valor documental.  No obstante, en la mayoría de la producción se encuentra demasiado exagerado el conflicto del hombre con el ambiente y tienen defectos formales.  Sólo algunas obras, tales como “ La Vorágine ” (1924) del colombiano José Eustasio Rivera, “Don Segundo Sombra” (1926) del argentino Ricardo Güiraldes, “Doña Bárbara” (1929) del venezolano Rómulo Gallegos, “Huasipungo” (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza, “El Mundo es Ancho y Ajeno” (1941) del peruano Ciro Alegría…, adquieren la confluencia armoniosa de lo artístico y lo temático.

La novela artóctona ha provocado mucha crítica, pero ésta no trasciende tanto debido a su temática reducida.  En la tercera etapa, desde la década de los 40 hasta hoy, empieza la novela fundamentalmente neorrealista, que es la que se llama la “Nueva Novela” hispanoamericana.  Según Vargas Llosa, los escritores ya son conscientes de que “las buenas intenciones no bastan para escribir buenas novelas”.  “El fracaso de la novela primitiva es el resultado, en gran parte, del desdén que manifestaron sus autores por los problemas estrictamente técnicos de la creación.  El horizonte parroquial de su visión, su noción epidérmica del hombre, no se debieron a los temas que trataron, sino a su incapacidad para expresar estos temas en un lenguaje y un orden funcionales que los elevaran a un plano de universalidad.”  Por consiguiente los novelistas tratan de buscar lo universal en un contexto específicamente americano; es decir, siguen produciendo novelas genuinamente autóctonas, pero procuran profundizarlas y mejorar su poder de persuasión verbal de modo que los lectores de otro país o idioma también se identifiquen con todo lo narrado.  Además, van cambiando su noción de lo real, aceptando que la realidad no está integrada sólo por la geografía y la historia, sino por lo imaginario y lo onírico también; o sea, ya pasa de la mímesis a la recreación.

Hay tres fórmulas principales de la nueva novela:  la “narrativa mágica” o la “literatura fantástica”, “lo real maravilloso” y el “realismo mágico”.

La literatura fantástica enfatiza la ruptura total con el realismo, a pesar de sufrir gran impacto del surrealismo.  Jorge Luis Borges, el narrador de más influencia literaria hispanoamericana, prefiere esta fórmula, pero no desarrolla el concepto sistemáticamente.  “…Borges desbrozó el camino que se aleja de la representación directa de la (supuesta) realidad, pero que vuelve a lo humano por medio de la fantasía.”  No adopta las costumbres autóctonas ni las injusticias sociales como materiales de trabajo, sino los mitos literarios, los sistemas filosóficos, la metafísica y el tiempo; es decir, la narración suya no es el resultado de la formación racial, sino el de sus conocimientos y el rigor intelectual.  La novelística de Asturia, otro representante de esta fórmula, es todo lo contrario.  “En el caso de Miguel Angel Asturias, esta nueva temática no desplaza los asuntos tradicionales de la narración latinoamericana, sino se combina con ellos en una curiosa simbiosis barroca, en la que la denuncia social y la sátira política alternan con la recreación de los mitos indígenas, la hechicería y la magia.  La super-civilizada prosa surrealista, hecha de asociaciones insólitas, alimentada por el libre flujo de imágenes del inconsciente, es el instrumento que utiliza Asturias para reconstruir alegóricamente, con fortuna desigual, el mundo más primitivo.”

“Lo real maravilloso” es empleado por primera vez por el cubano Aleja Carpentier en el prólogo de su novela “El Reino de este Mundo”.  “Se define como una manera de ser la realidad, de cuya esencia y presencia el artista no es directamente responsible.”  Los escritores descubren en su continente alguna realidad maravillosa, cotidiana para ellos pero insólida e inusitada para los extranjeros, y la adoptan como temática literaria.  Dicen que la causa de la creación de Carpentier tiene algo que ver con su formación europea, de manera que sabe diferenciar entre “lo real natural” y “lo real maravilloso” con ojos europeos.  Esto ayuda a elevar la visión de lo local a lo universal.  Esta fórmula luego se confunde muchas veces con el “realismo mágico” y con frecuencia ambas aparecen paralelamente.  Se diferencia en el proceso del descubrimiento y la transmisión.  Los narradores de “lo real maravilloso”, además de una capacidad creadora, deben poseer una sensibilidad especial para descubrir la realidad maravillosa que los demás consideran ordinaria, y saben transmitir la realidad tal como es, sin ninguna operación de magia ni exageración.  Esto es “lo real maravillos”, real y maravilloso a la vez.

El “realismo mágico” sin duda es el término más empleado al tratar de la nueva novela hispanoamericana.  Es una frase traducida del alemán “Magischen realismus”, subtítulo explicativo de “Nach Expressionismus” (Post-expresionismo), libro escrito por el crítico de arte Franz Roh.  En 1926 la Editorial Revista de Occidente publicó la traducción español del libro y así apareció la expresión en el mundo hispánico.  En 1948 Arturo Uslar Pietri utilizó esta expresión en “Letras y Hombres en Venezuela” para referirse a una tendencia que consideraba al hombre como misterio en medio de los datos realistas.  Es la primera vez que la aplica a la narrativa hispanoamericana.  Para distinguir de “lo real maravilloso”, el realismo mágico es un procedimiento estético de sobrenaturalizar la realidad.  En otra palabra, el novelista no transmite la propia realidad, sino agrega a la realidad los elementos fantásticos, la exagera, la mistifica e incluso a veces la caricaturiza.  Así lo real se convierte en lo mágico.

Cronológicamente hablando, las décadas de los 40 y los 50 son de transición; en ellas destacan obras como “Ficciones” (1944) del argentino Borges, “El Señor Presidente” (1946) del guatemalteco M. A. Asturias, “El Túnel” (1948) del argentino Ernesto Sábato, “ La Vida Breve ” (1950) del uruguayo J. C. Onetti, “Los Pasos Perdidos” (1953) del cubano Alejo Carpentier, “Los Ríos Profundos” (1958) del peruano José María Arguedas, entre otras.


La siguiente década es la de mayor importancia en la historia de la narrativa hispanoamericana – el boom.  Son numerosos los factores que cooperan a la difusión y al lanzamiento del “boom”.  La revolución cubana con la que muchos novelistas se identificaron ideológicamente, la segunda guerra mundial que impidió la entrada de obras europeas y llevó al lector a volver los ojos hacia los narradores indígenas, las editoriales españoles que publicaron obras de autores latinoamericanos, las traducciones que introdujeron las narraciones hispanoamericanas en el extranjero, la difusión cinematográfica que había adaptado muchas obras de esta tierra… Pero el factor más determinante debe ser la buena calidad de la producción que atrajo a los lectores de todo el mundo.  Aparecieron en esta década muchas novelas sobresalientes: “Hijo de Hombre” (1960) del paraguayo Roa Bastos, “Sobre Héroes y Tumbas” (1961) de Ernesto Sábato, “Rayuelas” (1962) del argentino Julio Cortázar, “ La Muerte de Artemio Cruz” (1962) del mejicano Carlos Fuentes, “El Siglo de Las Luces” (1962) de Alejo Carpentier, “ La Ciudad y los Perros” (1963) del peruano Vargas Llosa, “Paradiso” (1966) del cubano Lezama Lima, “Tres Tristes Tigres” (1967) del cubano Carera Infante, “Cien Años de Soledad” (1967) del colombiano García Márquez, “Conversación en la Catedral ” de Vargas Llosa, entre otras.

Siguiendo el boom aparece el post-boom, una generación que sigue Las fórmulas que se iniciaron en la anterior, pero llevadas hastas sus últimas consecuencias.  Desde la década de los 70, la narración hispanoamericana sufre una total experimentación lingüística y estructural.  El público de lectores, guiados por los novelistas del boom, ya son capaces de seguir el camino de la experimentación, lo cual facilita la renovación de los novelistas jóvenes, a pesar de que éstos disputan la preeminencia a la generación anterior.  Además de “El Otoño del Patriarca” (1975) de García Márquez, “Yo, el Supremo” (1974) de Roa Bastos, “Libro de Manuel” (1973) de Cortázar, “El Recurso del Método” (1974) de Carpentier, “Abaddón, el Exterminador” (1974) de Sábato, también destacan algunas novelas de los jóvenes, tales como “Palinuro de México” (1975) del mejicano Fernando del Paso, “Cobra” (1972) del cubano Severo Sarduy, “El Mundo Alucinante” (1969) del cubano Reynaldo Arenas, “Ta Traición de Rita Hayworth” (1968) y “El Beso de la Mujer Araña ” (1976) del argentino Manuel Puig.

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